Nylon verde

Casi paralelo al suelo, el nylon verde, sostenido por tres alfajías, soporta el gotear casi imperceptible. Eso ahora, que la lluvia cae suave, en leve diagonal sobre la esquina. Todo fluye y confluye. Como las familias Tort y Silveira, que unieron sus destinos para fabricar la banda de policarbonato de donde fue cortado este fragmento que ahora funge de falso cielo, de cielo raso minga de raso: el infame nailón verde. Verde mar verde esperanza verde pasto verde inglés verde francia verde amarelho verde mamboretá verde como el trigo verde verde que te quiero verde. Claro, la lluvia resignifica, por eso llueve siempre en los paraísos. Como hoy. Y hay que prender el luminoso Salón Los Gitanos y volver al mostrador, escuchando el incipiente goteo, desde el podrido machimbre del techo al verde verde verde dosel.

Cuando arrecia el temporal de Dodera, el pequeño goteo se transforma en un colador que aumenta primero su ruido y también su peso, hasta hacerse insoportable, y entonces se vuelca a plomo, en el medio del mostrador, o justo en la disponible testa o peor aún, en el desprevenido cogote del eventual viviente visitante, sin duda por última vez, del quiosco de nombre nómade. Eso contribuye a crear otro oficio: el de desagotador de nylon aguantalluvia.

Los inviernos de la esquina tienen ese misterio de visitas inesperadas, intermedios de ausencias y olvidos, viajes al verano suizo del compinche minuano, que nos obligan a soportar en silencio las sorpresas que debían ser festejadas con grandes risas, tragos largos y jugadas de quinielas al triple cero. No fue el caso de aquel eventual y demorón timbero, que se acoda en el mostrador a barruntar su apuesta, como si fuera a beberse todos los tragos del mundo en cosecha lánguida, justo, bajo la verde comba de meteórico embarazo.

Rusito, este local no es tuyo, nunca lo será. El alquiler te sale un ojo de la cara, ahorrá, no seas gil, Rusito. No le pongas guita tuya a este antro, no arreglés nada, que el dueño lo haga y si no lo hace arreglate con parches caseros… Rusito, ¿me entendés? Sos joven, tenés un hijo chico, no hagás pavadas, no pongás un peso, no arreglés un carajo a la vela… Dedicate a laburar y hacer la diferencia, no te hagás el inventor del pararrayos. Meté toda la recaudación en mercadería y con la diferencia ahorrá… ¿me entendés, Rusito? El Gitano Andrés es un personaje que parece venir de las Memorias del subsuelo, un existencialista de un suburbio montevideano que, como Dostoyevski, conoce como nadie el alma humana y los impulsos contradictorios que surgen del inconsciente. Me atomiza con sus consejos: me quiere convencer, a toda costa, de que la sociedad capitalista está representada por un vecino de la calle Ventura Alegre de apellido Ruiz y su pérfida mujer y que, como representantes de esa clase explotadora y fachosa, uno debe hacerle la guerra en todos los frentes. El principal, dejarle que se le siga haciendo paté el local de su propiedad, sin invertir en ningún arreglo. Rusito, te lo digo yo, que he tenido mil oficios, no tirés la guita. Mirá lo que yo hago, compro todo en Montevideo, no le doy de ganar a los intermediarios de acá, ahorro en eso también. Ahorro en todo, como lo mismo todos los días, no gasto en nada… ¿me entendés? Rusito, ¿me estás escuchando? Acá tiro las cartas, corto el pelo, vendo baterías de auto, estampitas de todos los santos, ondulines, soy sub agente, y si un cliente me pide algo y no lo tengo, le digo que se lo consigo la semana que viene… ¡y lo hago! ¡Carajo! ¿Me estás escuchando, Rusito?

Tengo que decidirme. O arreglo el techo o sigo manteniendo el extravagante sistema ideado por el Gitano Andrés hasta las calendas griegas. Mientras, el tiempo pasa y la renovación de los alquileres este año ´90 tiene un reajuste sideral. No hay tanta ganancia como se supone, pero no puedo seguir los tales consejos: yo aquí tengo amigos de toda una vida, conozco a mis vecinos, quiero a mi ciudad, convivo con la cotidiana duda metódica del qué hacer sin saber cómo. A mí me gusta este trabajo, la vida y la música; hasta las visitas inesperadas de alguna chica que compra chocolates en las noches de invierno y nunca sé de dónde sale.

Mi compinche, esa tarde, no está en el extrañadero boreal suizo. Mientras tomamos mate conversamos sobre las cosas importantes de la vida, Nippur de Lagash, Tony Gómez, la pesca del pejerrey en las marinas del puerto y del futuro viaje que haremos con la familia al campo en Mataojo. Y cae la lluvia persistente con un goteo de plomada chata en el nylon verde, encima de nuestros pensamientos y conversaciones.

El cliente demorón está acomodado en el mostrador, buen parroquiano, confiado en sus dotes de apostador. Se está tomando todo el tiempo del mundo para definir cada redoblona, cada número de la tómbola. Busca combinaciones con la precisión del relojero del país que suele padecer las visitas berdinescas. Nos miramos, el compinche y yo: entre tentados y preocupados, nuestros ojos de susto se van agrandando en cada reojazo, al tiempo que se agranda inexorablemente la preñez del nylon verde, con su lago aéreo. Que se apure. Que se apure. Que se apure.

Rusito, ¿me entendés o no? Para qué vas a arreglar el techo, te subís a una escalera y sacás toda la panza de agua, serán unos litritos que no joden a nadie. Usá este tacho gigante que tengo acá. Empujás hacia arriba el nylon y el agua cae solita en el tacho… ¿Ves cómo se hace, ves qué fácil es? ¿Qué te cuesta? Nada, Rusito, y te ahorrás el arreglo del techo… Te dejo la obra de ingeniería pronta… ¿Te das cuenta Rusito, que soy ingeniero? ¿Te das cuenta, Rusito?

En una fracción infinitesimal, la leve diagonal de lluvia manejable que cae en la esquina, se transforma en un tango, un turbión desacatado. El nylon se desborda implacable sobre el frustrado apostador, sorprendido como un toro por la espada. Por fin y para siempre, los consejos taladrantes del Gitano fueron borrados por el alarido y la puteada que nos regaló el fenomenal chorro helado proveniente de la nada, en el medio de esa cabeza hirviente de números dorados.

Entre la realidad y la ficción, la víctima empapada, al borde del infarto y la locura, parecía escapar de un cuento de Poe: un personaje de dibujito animado perdiéndose hacia 18 por Ituzaingó, el modelo de Munch para El grito.

Nunca tan atinada la frase amuleto de la madre del clan Berdino: ¡Pobre! El rito del nylon verde del Salón Los Gitanos se había perdido irreversiblemente. Ni la más hermosa visita nos curó de la fenomenal, cabalística e interminable puteada jamás escuchada en esta esquina de ingenuos tahúres. El caído nylon verde, bandera de derrota, dejaba escurrir junto a las lágrimas de carcajadas contenidas, la última gota del consejo del irreprochable Gitano Andrés.

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