El atril del Abollado

Era el otoño de los jóvenes creadores. Barras de amigotes y afines ejecutaban artesanalmente, sin ningún medio cibernético a la vista, todo tipo de artilugios culturales y gastronómicos nocturnos con la complicidad de la escasa iluminación del barrio Scalone. A varios desavenidos, la guitarra y la canción nos venían moviendo. Podíamos trazar planes a horario completo, sin paz ni tregua. Con la mélange de gustos e influencias licuando nuestras cabezas, nos trenzamos y dimos en urdir un gremio de músicos locales. Lo presentamos en el cine más grande del pueblo, administrado por un Testigo de Jehová comunista: así de cuerdo todo. Desniveles articulados con vertientes rarísimas nos citaban a los ensayos para ser teloneros de, ¡Héctor Numa Moraes! Hacíamos terminar y terminaban exilios, proscripciones, y una larguísima lista de prohibiciones cívico militares. La cabaña de la parada 31 era el polo de los sondeos matutinos, las mateadas vespertinas y los guisos nocturnos, música en ristre, corcheas en los puños. ¡Qué cuadrito!: Horacio Bolani, Alam Sosa, Wellington Prates, el Negro Juan Pereira, Juan Aranzabe, el Negro Chávez, Miguelito Taveira, Gonzalo Fonseca y el inverosímil Pablo Morazzani.

Inconsciencia al galope, habíamos asumido todas las responsabilidades en la producción, promoción, organización y ejecución de un espectáculo, que contaba como punto joya, la presencia del poeta Washington Benavides. Quedaría así presentado al público, ADEMPU: la Asociación de la Música Popular Uruguaya, filial Maldonado. El entusiasmo proporcionaba dioses contra las limitaciones: el contrafuerte de la impericia no formaba parte de nuestros desasosiegos. Del plantel, tres músicos tres, cotizaban su maestría como comodines para el resto: Miguelito y su bajo de acento artiguense, el Negro Juan a palo y manotazo con tumbadoras y bongó, y Pablo, con su extraño carcaj lleno de flautas heterosexuales y un saxo de intemperie, que siempre se le estaba resfriando. La imprevisión colectiva priorizaba los ensayos sobre aspectos organizativos básicos. Los instintos confiaban, como Michael Douglas junando a la Sharon Stone, en la atropellada rampante, después de doblar el codo y cruzar las piernas.

Ahí estaban los hombres clave, para coplas en común, o para ennoblecer las presencias solistas. Miguel, a pura essse bien marcada como fronterizo inocultable, metía cadencia, mientras reclamaba no te essscucho, Wellingtonnn, y con cada dedazo subía y subía la voz, en un esfuerzo para que el baladista dejara el susurro de lado y largara la gola. A grito pelado terminaba cada canción del Prates, pero no gritos del intérprete, sino del desesperado acompañante, que clamaba, como en el Himno Nacional, entender una oración completa del tímido trovador. En otro rincón de ensayo, el Negro Juan desmentía su mansedumbre metiendo manos, como Alí pero mudo, música y música nomás, acompañando a todo el mundo, en un desparramo promiscuo. La única garantía, parecía emanar de la prestancia actitudinal del inefable Morazzani, Pablo. El origen de su presencia entre nosotros, era un completo misterio. Una noche estaba allí, con su melenaza cayendo como el Iguazú sobre la cara de cigarro, sin explicaciones. Su capacidad de darlas estaba bajo sospecha y así se ganó el sobrenombre: el Abollado. Eso sí, al verlo llegar al ensayo, instalar su silla y su atril, poner a un lado el carcaj de las flautas y el sufrido saxo, cualquiera de ustedes hubiera quedado impresionado. Y más, al apreciar su versatilidad acompañando intérpretes y temas de todo pelo y laya, cambiando y alternando flautas y saxo, con arbitrio absolutamente afinado. Casi trasuntaba la presencia del mismísimo dios Pan y el espíritu de Amadeus. Ya está dicho: una garantía. Pero bastaba mirar por sobre su hombro el atril, que él no perdía de vista ni un instante, y la garantía se volvía de Taiwán: las partituras, manantiales de tanta armonía, eran destartalados ejemplares de El Tony, D’artagnan, Fantasía o Nippur Magnum, cuyas páginas pasaba con devoción y delicadeza sin dejar de tocar, ni de fumar, ni de celebrar con una risotada algún pasaje de Pepe Sánchez, Argón de Macedonia, Jackaroe o Dennis Martin. Si uno era capaz de sobreponerse a este descubrimiento, equivalente a un cangrejo en la pantufla con un pucho entre las pinzas, resultaba claro y evidente que el espectáculo solo podía salir bien.

No salió bien: salió magnífico. Llovió como cuando Noé era tropero bíblico, inspirando alguna cita del camarada Testigo de Jehová, cuyo misticismo no lo eximía de cobrar el alquiler de sala aunque hubiera que esperar a la paloma del olivo. El medio tanque heroico del chorizo financiero, metió su humo grasoso exactamente cine adentro, lo que creó confusión sobre el origen de muchos lagrimones de esa noche. Media sala de concurrentes de bolsillos magros, alcanzó para que el Numita casi cobrara su cachet, completado con una opípara cena de chorizos excedentes. Quedó de manifiesto la pujanza del gremio de cantores en ciernes.

Había escampado cuando dejamos atrás el oscuro atrio del cine y el último bostezo del Testigo de Jehová. Ahumados, enmusicados, fraternos, cansados, rematados, flojitos, pateamos felices la calle Sarandí en la noche de mayo. Huelga decir que el Abollado mantuvo prolijamente las revistas en su bolso, sin osar subirlas al atril.

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