Reseña de Martín Palacio Gamboa

El entramado de referencias y registros que constituye la poética de Gonzalo Fonseca se transforma en una vía alternativa y dialógica para el trato del juego local-global, identidad-alteridad o nacional-extranjero. Es decir, lo dialógico se establece como característica porque todo este proceso se basa en la idea de confrontación no maniqueísta entre los elementos relacionados para mostrar, de ese modo, el papel activo, diferencial y no meramente receptivo, del individuo en sus relaciones con el otro, los otros. Fonseca es perfectamente consciente de que tales estrategias de hibridación apuntan a la potencialización de la diferencia —y no a su reducción, asimilación y adaptación— y a su reconocimiento, esto es, la posibilidad de negociar identidades múltiples en un tercer espacio. Su escritura se encuentra mediada por la presencia de la inventiva verbal que desterritorializa un término incipiente de la cultura y lo reterritorializa para formular, de ese modo, una serie de conjuros polisémicos que explota a cada instante. Desde otra perspectiva, también se evidencia aquí un aspecto muy propio de la teorética de Roland Barthes, aquello de que tales conjuros no son una estructura de significados: son una galaxia de significantes. No tienen comienzo y son reversibles; se accede a ellos a través de múltiples entradas sin que ninguna de ellas pueda ser declarada, con toda seguridad, la principal; los códigos que moviliza se perfilan hasta perderse de vista, son indecidibles —el sentido no está nunca sometido a un principio de decisión sino al azar—. Si bien los sistemas de sentido pueden apoderarse de esos textos absolutamente plurales, su número parece no cerrarse nunca. De hecho con “la palabra en un enchufe / cortocircuitada / electroshockeada”, implosiona esos sistemas, los sacude. En tal perspectiva, una buena literatura es siempre acceso a algo que se desconoce, constituye una forma de resistencia que forcejea con el presente. No se trata de recurrir a un esoterismo fantasmal, ni a unas prácticas mantenidas en secreto: de ser así, toda su bondad se inscribiría, inevitablemente, en el círculo de la violencia. Por un lado, estaría lo cotidiano, lo conocido, lo probado, el imperio de lo normativo; por el otro, su excedente, aquella fascinación inasible de contactos espasmódicos, toda suerte de travestismos de la imaginación, del arte o de la fe. Frente a la normalidad, se instalaría el espectro de su propia miseria o la urgencia de una purga permanente. Sin embargo, más que un lugar al que se abandona, aparece un nuevo espacio. Más que un movimiento que auspicia el retorno de la certeza, este dice el riesgo de una travesía para la que no existe el recurso demasiado obvio de los puntos cardinales. El texto llega a ser no solo la imposibilidad de una locación establecida, constituye la huella afirmativa del porvenir. En definitiva, Fonseca pone en juego una acción escrituraria que algunos sociólogos catalogarían de pre-política: un trabajo con lo preconsciente orientado, no tanto en torno al reconocimiento, como desde y hacia el desconocimiento. Recordando la observación de Ludwig Wittgenstein respecto de que los límites de un lenguaje coinciden con los límites de un mundo, esta segunda opción concibe el conflicto con el mundo a partir de un conflicto en los límites del lenguaje. La realidad no es aquí solo ni fundamentalmente una especie de a priori que el lenguaje debe aspirar a fotografiar, sino, un mundo percibido y construido, inseparable de los efectos de sentido que el lenguaje —y su deconstrucción carnavalesca— proyecta.

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