Largas caminatas con el noruego

Las calles brillaban a causa de la lluvia caída por la mañana.
Un cielo frío y húmedo se extendía sobre la ciudad y por ninguna parte se percibía un rayo de sol…
¿Qué hora sería?…
Knut Hamsun

Es una de esas vigilias de innobles presagios: la lluvia no da tregua a la esquina zíngara fernandina. Sumado al dilema de cómo terminar con el endémico problema de la gotera que inunda rápidamente el nylon verde del techo, y puede desplomarse sobre el mostrador o sobre la cabeza de algún desprevenido cliente quinielero, tengo la sensación de que alguna visita fantasmal se hará corpórea. La tarde es tan inhóspita, que me recuerda la desolación de años anteriores, cuando, en Buenos Aires, con el mayor de los Berdino, no dábamos crédito a las creencias desgreñadas de los adivinos y profetas de Plaza Miserere. El cuchitril trece, de la pensión de la calle Deán Funes, cedido clandestinamente por los Mosteiro, debía ser desalojado, a rajatabla, antes de las seis de la mañana y habitado después de las diez de la noche. Nadie arriesgaba un te quiero por temor a plagio. Las señoras emperifolladas, mostraban sus mejores sonrisas a remojo y las tendían en vidrieras especialmente acondicionadas para esos efectos, con resultados inversos a la ecuación buscada. Que se pusieran a gritar los albañiles desde dos andamios desiguales, no era nada. Estábamos subidos a andamios peores en nuestra juventud y nadie esbozaba una sonrisa de piedad, a lo sumo de tristeza acogotada, como una bufanda de piel al cuello marcado. La realidad política de nuestros países se reflejaba en nuestra necesidad de afectos y nuestros desvaríos de hambrientos. Mientras los Falcon patrullaban esos tiempos argentinos, recorríamos los barrios del centro, ofreciendo artesanías de galería en galería. Tiempos en que la felicidad era triste y la tristeza era tristeza.

La búsqueda de un trabajo que diera para la renta, se trasponía a la poética de Miguel Grinberg y a las caminatas porteñas con visitas parentales a Barrio Norte, donde los Mosteiro moraban y enamoraban respectivas damas propietarias de misericordiosos apartamentos: no fueron pocas las veces que allí llenamos el alma, los ánimos y el estómago ruidoso de vacío. Fue así, que una tarde de desafíos, nos propusimos caminar por la angosta calle y seguir de largo por la Avenida Rivadavia, hasta su mismo fin. En un estado de delirio propio de la ingrávida bravuconada juvenil de cerebro sub alimentado, comenzamos el periplo. Desde Casa Rosada echamos a andar, haciéndonos los muchachos peronistas, pecho hinchado y mirada desafiante. No teníamos ni idea del destino de nuestros pasos, pero seguro llegaríamos a Merlo, porque decíamos que éramos más guapos que Mostaza, aquel volante del River del Beto Alonso y J.J. López. Esa era la idea de valentía: un par de provincianos orientales ignorantes de que Rivadavia, que traicionó tanta cosa, bien podía traicionar el concepto de la propia calle que lleva su nombre, plasmado en el despropósito de decenas de kilómetros en lugar de decenas de cuadras, que es lo que corresponde a cualquier calle decente, en términos uruguayos. Es claro que al llegar al siete mil de la glorificada avenida, teníamos los piolines como cometa al céfiro. Una añeja librería detuvo nuestros sufridos movimientos. —¿Conoces este libro? —preguntó el Berdino mayor, con la visual turulata. En su diestra, sostenía un antiguo ejemplar desconocido. —No, —le negué, nublado de tanta marcha y tan poco puchero. Sin embargo, había un algo en ese autor y en ese título que, en algún lugar de mis bríos, notificaba un Déjà vu. —¿Cuánta plata te queda? —insistió con la mirada, cada vez más perturbada. —Un Kopek, —le dije, o séase, una miseria indefinida en la indefinida miseria monetaria de la Argentina de Alfonsín. Saqué de la nada un billete con Urquiza más arrugado que cuando lo degollaron y el librero dijo Bueno y me puso en la mano el libro y unas moneditas, todavía más irrisorias. ¡Estábamos a setenta cuadras de nuestra próxima esperanza de comida de garrón y nos aprestamos a retrocederlas, mientras pensaba en quién querría postularme a premio Nóbel del Nabo!

Me río, consciente de que que sigo siendo un nabo, y de que amé y amo ese libro, que siempre me acompaña. Lo saco de debajo del mostrador al tiempo que la lluvia, siempre inconsulta, amaina y arrea un presunto cliente. Su índice va a señalar los cigarrillos, pero el libro ejerce su viejo poder hipnótico. —¿Lo vende?, —pregunta.

¡Nooooooooo! —exagero. —No creo que pueda pagarlo: es importado a pie desde Noruega vía Buenos Aires. El hombre me mira raro, pero igual lleva sus cigarrillos. Yo miro el título, complacido: Hambre, de Knut Hamsun.

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